Los poetas no hacían más que besarse, mientras Vedoble los miraba tras el tornasol del árbol, cúpula de aves. Rodia, exclamó, sordo, casi sin voz. Era una revelación innoble la que caía en cuenta de cuentos pérfidos y baños multicolores, casi psicodélicos: azules. Medo hace rato que los había abandonado a su suerte, él siempre se va a así, sin avisar, a la francesa, dice. Trató de desviar sus pensamientos un rato. Imposible. Ya se hallaba perdido en ellos, como siempre. Ahora los poetas se movían, tenía que ser cauteloso, no quería ser visto, al menos no antes de tomar la foto. Medo se pondría furioso, lo sabía, y eso lo llenaba de un placer, de un goce tal que toda su existencia se encontraría justificada ¡al fin! con esa foto, con la reacción de Medo, con saber traidores, aquellos, los poetas perdidos de una generación bendita. Pero qué, dónde fueron, si acá estaban hace unos minutos, la voz se le entrecortaba, era observado por unas niñas divertidas, las sicalípticas miradas de su interlocutor las espantaron y el divertimento se fue por una indignación ígnea. ¡Carajo! Exclamó, solo, en medio de la nada.
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