Había comenzado una nueva década para las indias occidentales. Particularmente, para el Perú: ese gran país donde venían, en manada, los españoles a hacerse ricos, engendrar hijos naturales y regresar a España como hidalgos o, si se puede, con un título nobiliario a cuestas.
Es, pues, en esos años, los de la década del 80 del 1600, que el doctor en teología por la Universidad de Alcalá de Henares, don Melchor de Liñán y Cisneros, Arzobispo de Lima desde 1676 –dos años antes de que fuera Virrey del Perú–; enfrentaba una grave crisis. A lo largo de casi todo el litoral, habían, en demasía, corsarios, piratas y malandrines, amén de rufianes y forajidos pregonando lisura y terror. Don Melchor, como virrey del Perú, se veía perdido, sin salida, salvo el teatro, claro. Que, por esos años, era un sano y santo entretenimiento: con representaciones, en el atrio de La Catedral de Lima, de La vida es sueño de Calderón de la Barca, verbigracia.
A fines del año siguiente, la crisis comenzó a extenderse por todas las calles limeñas y, naturalmente, su puesto de virrey-arzobispo se veía amenazado. No era, pues, un estadista para darle coto a esto... ¡Eso! ¡Un estadista era lo que necesitaba!
–No sé qué hacer con este calvario que aflige mi alma día y noche, los mequetrefes se adueñan de esta magnífica cuidad que Su Majestad me honró en cuidar… ¡oh, Señora Santa…! –le decía el virrey a Marcos Echeandia, su mejor escribano.
–No os aflijáis, ¡oh, Su Excelencia!, lo que necesita esta ciudad es un estadista, alguien que lidie con esa gente de mal vivir…
–¿Tenéis alguien en mente?
Y claro que Marquitos Echeandia, un oportunista natural de Torrelacárcel, pueblo de la provincia de Teruel en la comunidad autónoma de Aragón; que, como ya dijimos, sólo vino al Perú a hacerse de fortuna malhadada; tenía a alguien en mente.
–Tengo un amigo, don Melchor de Navarra y Rocafull, que es ahora consejero de guerra en Nápoles, mi señor. –don Melchor era la pieza que necesitaba Marquitos Echeandia para llegar a ser virrey. Él pensaba que su paisano, don Melchor, cuando muriese, le concedería su anhelo megalómano por antonomasia: el virreinato del novísimo Perú.
Es así que a las dos y cincuenta de la tarde, con dos horas y diez de retraso, el 20 de noviembre de 1681, arriba al Perú don Melchor de Navarra y Rocafull, tocallo del virrey. Hombre hecho y de derecho que fortificaría Lima y Trujillo, daría un nuevo impulso a la minería con la extensión de la mita y se esforzaría por reducir ciertos privilegios eclesiásticos (inmunidad, protocolo, provisión de curatos, etc.), gracias, esto último, a la asesoría de su amigo de toda la vida, y pronto consejero: Marcos Echeandia. Que es, con la reducción de privilegios eclesiásticos, así se lo diría a Tomasa, su mujer, cómo le pagaría al arzobispo de Lima, don Melchor de Liñán y Cisneros, por todos los años de estupros y maltratos.
–Una muralla es lo que necesita Lima, Excelencia. Esos corsarios y rufianes se mantendrán, ad lítteram, fuera de la cuidad. –Fue lo primero que le dijo Navarra y Rocafull al virrey peruano, dos días después de instalado en una estancia cercana a la casa de Marcos Echeandia.
Las obras del amurallamiento de Lima primero; de Trujillo, posteriormente, se iniciaron bajo la administración de don Melchor. Ciudades, aquellas, capitales para el virreinato del Perú. Puntos, por lo demás, de acopio de todo el oro que saqueaban los invasores del país y que, diligentemente, exportaban ex profeso a la corona española.
Palma serás.
ResponderEliminar(in)Clemente.
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